WISH YOU WERE HERE



Llevaba horas esperando ese ruido seco que se produjo gracias a la buena voluntad de un niño que seguramente disfrutaba con otro tipo de música, pero así y todo, el púber quitó una moneda del bolsillo del pantalón y la depositó respetuosamente en el estuche abierto de la guitarra… no la arrojó, no, se acercó y como si no quisiera interrumpir la música, la dejó caer. La falta de un gesto o una venia no se debió a falta de gratitud ni pedantería, sino simple y llanamente a una terrible y mortificadora vergüenza.
El cansancio por tantas horas en pie, pero fundamentalmente, la absoluta indiferencia de los usuarios del Metro londinense, hicieron que el hombre guardara la maltratada Fender Telecaster (modelo 1959, de color degradado entre negro, café y madera, cubierta blanca, con mango de palo de rosa) y esperara en silencio.
Su aspecto era el de una persona que claramente había pasado los sesenta años, el pelo (más bien escaso en la parte superior) estaba plagado de canas que se confundían con un rubio gastado y descuidado. Era de confección más bien gruesa, un rostro como hinchado y con ojos de un azul claro que transmitían una profunda tristeza.
Se notaba que era diestro con las seis cuerdas, su voz era un susurro que no desafinaba al cantar. Sentía una gran frustración, que solo un niño que no llegaba a los doce años fuera el único que prestara atención ante un clásico… en todo sentido.
Nadie reparaba en aquel anciano harapiento que portaba unos vaqueros desgastados, unas botas ajadas, una vieja y desteñida camiseta que alguna vez habría sido verde oscura con un estampado de “Guinnes” en el pecho. Pasó totalmente desapercibido a pesar de ejecutar con abrumadora perfección clásicos como “Fat old sun”, “Welcome to the machine”, algunas canciones del viejo Barrett como “Terrapin” y hasta el archiconocido “Wish you were here”. Con el pie apoyado en la pared esperó pacientemente y recibió con resignación el afectuoso saludo de la elegante y joven morena que con infinita dulzura lo beso e intentó acomodarle las enmarañadas greñas que colgaban de su cabeza. Le ofreció su brazo y se sumergieron en el pasillo buscando la estación. Recién ahí le prestaron atención, más bien por la sorpresa de ver a un vagabundo con una bella compañía.
Cuando entraron en el abarrotado vagón, las miradas fueron más curiosas e irrespetuosas… y a decir verdad, bastante incómodas. Un hombre que rondaba los treinta años se acercó con resuelta desfachatez a la mujer para elogiar su novela “Out of the picture”. No miró para su cansado acompañante, algo que al viejo Dave no pareció molestarle… ajeno a todo lo que lo rodeaba, inmerso en ese profundo e irreparable dolor en el que lo sumergió la muerte de su amigo. Polly Samson aceptó algo avergonzada el cumplido.
Ella lo iba a buscar al final de la tarde, respetando el duelo de su marido, esperando que esa suerte de depresión terminara en algún momento. A la vez creía que era una buena terapia el contacto tan directo con la gente. No imaginó (¿quién lo haría?) que nadie repararía en aquél triste músico (uno de los tantos que se buscaban la vida en el Metro) y que gratuitamente les regalaba su talento sin pedir mucho a cambio. Seguramente, muchos de los que lo ignoraban, pagarían sin rechistar la cifra que les pidieran por escucharlo en el Royal Albert Hall.
¿Quién iba a sospechar que el mismísimo David Gilmour fuera a mitigar el dolor provocado por la muerte de su amigo Rick Wright ante la absoluta indiferencia de los usuarios del Metro londinense?


1 comentario:

Sir Lothar Mambetta dijo...

Buenísimo. Bello y merecido homenaje.
Me está matando el post de hoy.