EL PORVENIR DE MI PASADO



Lástima que no se pueda fumar más en los bares, me miento, ya que en realidad nunca fumé. No tengo más servilletas con las que hacer avioncitos, barquitos o simplemente pequeñas pelotitas. Pido otro café, nervioso, ansioso. Aún queda algo más de media hora para que abran.
Estoy cerca, exactamente a treinta y seis o treinta y ocho pasos (según el ritmo que me imponga) de la puerta, luego unos cinco o seis más hasta el ascensor, esperar unos diez segundos y al bajar, aún quedan unos veinticinco pasos más hasta la puerta 209 del Consulado Argentino en Vigo. Mientras agradezco el café que me traen, pienso que estoy perdiendo el tiempo, que no necesito estar ahí, que esa confirmación (estoy seguro que la respuesta será positiva) no me proporcionará nada.
El teléfono suena (vibra) en el bolsillo delantero derecho del pantalón, no contesto. No necesito mirar la pantalla para saber que es mi madre… no quiero hablar con ella, en realidad no quiero hablar con nadie.
Esbozo una mueca absurda que pretende parecer una sonrisa cuando Ariadna y su descomunal barriga rellena de ocho meses de vida atraviesan la puerta. Me regala un beso breve, pero dulce. Luego una acaricia con amor… y no necesita hacer más. Eso me enamoró de ella hace ahora cinco años, la brevedad, la ausencia de aspavientos y efusiones exageradas e inservibles.
Sólo un gesto, el roce de aquella palma con mi mejilla sin afeitar, y no hay más que hablar. No necesito nada más para, ahora sí, sonreír mostrando los dientes.
Harto del molesto cosquilleo que provoca el teléfono (que no para de vibrar), lo deposito en la mesa con violencia. Ariadna no necesita mirar la pantalla para saber quién es el que tanto insiste. No dice nada, no reprocha ni aconseja, ni opina. Con su silencio, respeta.
Ahora juego con el pocillo vacío del café. Río, cuando quiero comenzar a hablar, los ojos se nublan con lágrimas que se resisten a caer y vuelvo a caer en el silencio. Me hundo en la maraña de imágenes, voces, situaciones, prohibiciones, palabras y gestos que campan a sus anchas en ese hervidero que es ahora mismo mi cerebro. No busco confirmación de nada. No necesito reencontrar mi pasado… quiero estar en paz con él para mirar hacia adelante. Y mi porvenir ahora es esa vida que en poco más de un mes saldrá de las entrañas de Ariadna y llenará nuestras vidas.
Cierro grietas, reparo paredes descascaradas de la infancia, apuntalo el desvencijado tejado de mi familia y voy atando cabos. La huída precipitada de esa Argentina llena de terror. El silencio hacia el pasado en el otro lado del charco. La ausencia de familia que escriba. La tirantez y tiranía que reinó en casa debido a la soberbia castrense de mi padre.
El terror a los violentos ataques de ira de ese hombre al que siempre odié, y nunca respeté. El silencio sepulcral que invadía la casa cuando mi madre blasfemaba entre dientes: “Asesino”. El desprecio hacia la política. La falta de diálogo, el miedo a esa figura engominada, de anchos hombros que sólo el paso del tiempo fue plegando sobre el pecho. Las descalificaciones ante “las rebeldías” de juventud. Ante la militancia, ante la falta de entusiasmo sobre temas religiosos. Las discusiones entre ellos que, con un despreciativo: “la sangre le tira”, ponía punto y final el hombre.
La falta de cariño. El miedo ante cada cambio de gobierno. El pavor ante las preguntas adolescentes. El silencio. La descalificación. La justificación de “ellos o yo”. La barbarie, el terror, la desmoralización constante y la angustia en las cuatro paredes de esa triste, reprimida y violenta infancia.
Culpo tanto a él como a ella. Por su actitud pasiva. Por no mandar a la mierda toda esa moralina cristiana y poner al soberbio, borracho (en su ocaso) y maltratador en su sitio. Pero más que todo eso, el silencio y la mentira sobre esto a lo que ahora me enfrento… sólo, porque así lo quise.
Porque el viejo, a pesar de estar postrado desde hace años en una silla de ruedas, sigue guiando su vida… ya no la mía. Di el portazo en cuanto pude ganarme el pan con mis manos, sólo los visitaba en las obligadas festividades.
Lo siento, sé que es un acto de egoísmo, pero no quiero reencontrarme con nadie. No necesito ni deseo nombres, ni fotos, ni datos, direcciones, teléfonos ni nada parecido. Es duro, lo asumo, pero más lo es para mí. Yo no tuve la culpa. Ahora sólo quiero mirar para adelante.Y para hacerlo, debo acomodar el fondo, el camino recorrido. Necesito paz en el pasado para disfrutar del futuro.
Y todo por un cartel que vi, hace ahora medio año, en el Consulado. Me asaltó la duda sobre mi pasado. Es sólo un pinchacito y nada más… ADN y un sobre con la respuesta. Con una confirmación que no necesito pero que estoy aquí para recogerla.
De la mano de Ariadna, que se mueve como puede con esa monumental barriga llena de futuro y me acompaña en cada uno de los treinta y seis o treinta y ocho pasos que comenzamos a recorrer juntos.

2 comentarios:

Sir Lothar Mambetta dijo...

No puedo agregar nada más que mi aplauso.

jujotorres dijo...

¿No será demasiado?... lo cambiará por una mueca de "¡Ah... qué ladri!", cuando termine el libro de cuentos de Benedetti.