LA BIBLIA Y EL CALEFÓN

“EL BAILE” (Pedro Almodóvar) © 2007
Cada vez que me levanto para salir de viaje siento una necesidad irresistible de quedarme en casa. Como si cada viaje significara el final de una etapa de mi vida, que el viaje convierte en pérdida irreparable. No importa que la razón del viaje sea placentera y lúdica. Esta sensación, mezcla de fracaso, melancolía y nostalgia anticipada, me acompaña siempre que salgo de viaje.
Cuando llego al aeropuerto empiezo a tomar las primeras notas, acompañado por la agradable presencia de las Esclavas del Deseo (Bárbara Peiró, mi Intermediaria con el Mundo Exterior, Lola García, Responsable de Asuntos Internos, Esther García, Directora de Producción de El Deseo) mi hermano Agustín, su mujer Casilda y un torbellino llamada Bibiana, que llega arrebatada a causa de su apretadísima agenda monegasca. Además de los múltiples actos oficiales ella tiene su propio programa, sus propios programas, quiero decir, que incluyen “el Programa de Ana Rosa”, alguna revista de moda y algún programa de radio.
Le comento a Bibi mi extrañeza ante tal acumulación de cronistas. ¿No nos estamos pasando yendo de Emperadores de la Movida y multiplicándonos a la vez en cronistas exhaustivos de nosotros mismos? ¿No hay algo depredador respecto a sus serenas altezas monegascas, inconscientes de lo que se les viene encima?
Me vienen a la memoria los primeros tiempos del periodismo-ficción, cuando Truman Capote formaba parte del equipaje de los Rolling Stones en su gira rusa, allá por los años 70.
Pasando por alto que ninguno de nosotros posee un gramo del talento de Capote, no sé si me parece buena idea que, en un exceso de entusiasmo, nos hayamos convertido en nuestros propios Capotes.
Se lo comento a Bibi, pero no llego a ninguna conclusión.
Lo único que ocupa su mente es causar en Mónaco la misma impresión que Carla Bruni en su reciente visita a la corte inglesa.
En un tiempo record, (tres días) Blanca Li, François Marcadé y su equipo técnico, arropados por la mirada cómplice y pragmática de la Princesa Carolina, han montado un espectáculo vertiginoso y variadísimo de varietés, con el aroma irreverente y exagerado del espíritu de la Movida.
Reconozco que albergaba mis prevenciones, a nivel humano, (cabía la posibilidad de que no hubiera química con sus serenas altezas, esas cosas pasan) y también a nivel artístico (que el espectáculo fuera una mamarrachada, o lo menos adecuado para una ocasión tan especial).
Pero todos mis temores se disiparon nada más poner mis zapatillas de blanco Lanvin en el vestíbulo del Sporting Montecarlo.
El ensayo del espectáculo, en el gran escenario de la sala del Sporting Montecarlo, ya era una fiesta en todos los sentidos y para todos los sentidos. Números de cabaré “postmo” llenos de humor irreverente, radiantes de erotismo cubierto siempre por la mínima y justa cantidad de lentejuelas. Las paredes llenas de referencias a la Movida madrileña, reproducciones enormes de las fotos coloreadas de Ouka Lele, carteles o material gráfico de mis películas, enormes collages de Dis Berlin. Y en medio de la sala, la auténtica maestra de ceremonias, la artífice de todo aquello, la gran señora del día y de la noche, su alteza la Princesa Carolina, controlándolo todo, trabajando con la obsesión, tenacidad y responsabilidad de un director de cine, o un entrenador de fútbol.
Pegada a su copa de champán, cero actitud protocolaria, Carolina me recibió con el calor y la complicidad de una vieja amiga. Y esta instantánea amistad, se prolongó y profundizó a lo largo de las veinticuatro horas que pasamos en el principado.
Hablando del escaso tiempo de que disponían me contó que en el primer Baile de la Rosa, que su madre organizó, Sammy Davies Jr. se encargaba del espectáculo de la gala, pero se indispuso la noche antes, no entendí bien si por alcohol, drogas, o por ambas cosas, y su madre, la Princesa Gracia, ni corta ni perezosa llamó a su amiga Josephine Baker a París, y allí se presentó la Baker, con sus plumas y sus bananas. Entre los invitados a la fiesta estaba Burt Bacharach que al enterarse del vacío escénico pidió que le trajeran un piano. Él se encargó del resto. El resultado fue tan maravilloso como imprevisto.
Por la noche me presentó a toda la familia, su dulce hermano, el príncipe Alberto (se me dirigió en español, encantador) su divertido marido, Ernesto de Hannover (una de las grandes revelaciones para la troupe española, un tipo listo, inteligente, muy culto y en todo momento tratando de entretener, un auténtico showman en la distancia corta. No sé quién, creo que fue Bibi, le dijo que “aquella era una noche maravillosa” y Ernesto de Hannover le respondió “todas la noches son maravillosas”, lo cual expresa una auténtica filosofía de vida, y un optimismo a prueba de tragedias, en una familia con varias tragedias en su haber). También me presentó a sus hijos Pierre y Carlota. Carlota me impresionó. Las fotos no le hacen justicia, es una de las criaturas más hermosas que he visto en mi vida. También me presentaron a Charlene Wistock, pero ni ella se enteró de mi nombre ni yo del suyo.
Con quien más hablé durante toda la fiesta fue con Carolina, a pesar de que luchaba con la competencia desproporcionada de Karl Lagerfeld, su padre espiritual.
Cuando Luz, serena y mayestática, con unas condiciones vocales impresionantes, cantó “Piensa en mí”, Carolina me agradeció el descubrimiento de la canción como si fuera obra mía. Le conté que la inventora de la versión de Luz es una cantante mexicana que se llama Chavela Vargas. Carolina hizo un gesto, tratando de recordar, y eso me dio pie para decirle: Chavela conoció a tu madre en Los Angeles, en los primeros años 50. Creo que se corrieron alguna juerga juntas. Carolina me reconoció que el nombre le era familiar, y que en aquella época su madre tenía mucha relación con México, eran los tiempos de Ricardo Montalbán, me dijo, incluso mencionó la palabra “mexican connection”. Le dije que el autor de “Piensa en mí” fue Agustín Lara, marido de María Félix. Y también tuvo palabras de admiración para la belleza mexicana por antonomasia.
Bibiana Fernández, mi pareja en el viaje y en la foto de la invitación, merece capítulo aparte. Viajar con ella, estar con ella es estar en contacto permanente con un himno de agradecimiento a la vida.
De la criatura que a final de los años 50, primeros sesenta, perseguía por Tánger a Ursula Andress y Jean Paul Belmondo para conseguir su autógrafo, esperando días enteros frente a la casa de Gore Vidal, donde se hospedaban, teniendo que pedirles “harira”-una especie de sopa- a las moras para no morir de inanición durante la espera. De esa criatura a la elegante mujer rubia que llegó al aeropuerto de Torrejón para acompañarme a Mónaco hay tanta diferencia como la que existe entre la cruda realidad y un cuento de hadas.
Ella ha tratado muy bien a la vida, y la vida se lo ha devuelto con creces. Este viaje ha supuesto para Bibi una fantasía más, hecha realidad. Lo cual demuestra que hay que creer firmemente en los sueños y en las fantasías que uno alberga sobre su propia persona y sobre su propia vida.

Llegó en pleno síndrome de Carla Bruni. Como Emperatriz Consorte de la Movida en tierras monegascas, su última influencia eran las fotos de la Bruni con la Reina de Inglaterra y con el ministro inglés Gordon Brown. Según Bibi, Carla iba perfecta, (cumpliendo también un sueño que en la vida real le viene como anillo al dedo). Bibi quería poseer la naturalidad de Carla Bruni en su impostura.

La novia de Alberto de Mónaco, Charlene Wistock, es una bella nadadora sudafricana con más espalda que un servidor, cosa nada difícil ya que Dios me negó la posibilidad de llevar bolsos al hombro, y me creó con hombros escasos y caídos como los lados de una pirámide, razón que explica de sobra mi falta de fe en Dios.

A lo largo de la velada, la nadadora debía llevar bastante tiempo tratando de comunicarse conmigo, me giré por casualidad hacia ella y la oigo decir algo como: You are bullshitting me… que es como decir que se sentía tratada por mí como una mierda de vaca. Un horror! Yo me deshice en excusas. Y le expliqué la sordera de mi oído derecho. Se lo creyó, y todo quedó ahí. Pero me sentí fatal porque imaginaba que mi sordera de posguerra española seguramente le había hecho sentirse desplazada, en una circunstancia a la que evidentemente no está acostumbrada.
Según me confesó, Charlene lleva sólo un año en Europa (porque mi corazón está aquí, especificó. A lo que yo le respondí que esa es la mejor razón para estar en cualquier lugar). Imagino que todo lo que vio y oyó debía ser muy distinto de su rutina de deportista sudafricana de élite. Y me hubiera gustado serle de mayor ayuda. Fue el único punto marrón en una noche perfecta. Mea culpa.

Al final, montado con los compases de “Un Año de amor”, cantado por Luz Casal, proyectaron un clip con imágenes de todas mis películas. Fueron tres minutos y medio muy emocionantes. La gente se levantó a aplaudir y yo me levanté con ellos ¡A ver qué iba a hacer!

Subí al escenario para agradecer el enorme esfuerzo de semejante homenaje y dar por inaugurado el Baile, después de presentar a Fangoria, el grupo encargado de hacer bailar a todos los presentes. Sólo había dos frases que debía memorizar, al principio para referirme a los príncipes debía dirigirme como “Monseigneur, Altesses...” y quería terminar con el latiguillo “this is a bal, so let’s dance” Y así lo hice, pero entre medias, además de agradecer en mi nombre y en el nombre de todos los artistas españoles presentes y ausentes tan superlativo y generoso tributo, puntualicé algo que para mí era esencial. Rindiendo un homenaje a la cultura madrileña de los primeros ochenta, a nuestra música, nuestra estética, nuestra sed inagotable de placer y diversión, quería recordarles que estaban rindiendo homenaje al acceso de España a la libertad y a la democracia. Nada de lo que allí habían visto, ni una sola de las imágenes de mis películas hubieran sido posibles si en España no hubiéramos vivido en libertad.

Escrito en su blog, a raíz del homenaje que se realizó a “La movida madrileña” en el tradicional “Baile de la Rosa” del Principado de Montecarlo.


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