SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

“LA CARICIA” (JujoTorres) © 2007
Era tan insoportable el calor que hacía aquella noche -el cual me impedía conciliar el sueño-, que no recuerdo bien si los hechos que relataré a continuación me sucedieron mientras dormía o si estaba despierto. Digo esto porque fue todo tan tangible (si se me permite la expresión), que no me atrevo a asegurar si realmente fue producto de mi imaginación o no.
De nada servía que las ventanas estuvieran abiertas de par en par, ya que no corría ni un soplo de aire fresco, y el ventilador de techo lo único que hacía era remover el asfixiante ambiente de la habitación. Si hasta parecía que los mosquitos -molesto efecto colateral de aquellos días- tampoco soportaban aquel clima y habían optado por refugiarse en zonas lejanas al infernal verano de Buenos Aires, en vez de molestar el descanso ajeno con sus agudos zumbidos y fastidiosas picaduras. Por más que diera una y mil vueltas en la cama, el sudor y la sensación de asfixia no me dejaban cerrar los ojos... también los gatos habían cambiado sus hábitos nocturnos, ya que no se escuchó ni un solo maullido, por lo que infiero, dejaron el regocijo sexual para noches más frescas.
Más de una vez me levanté para mojarme la nuca y las muñecas, esperando que ésta operación tan recomendada por médicos y especialistas pudiera surgir efecto y hacer un poco más llevadera la extrema temperatura. El insomnio involuntario agudizó todos mis sentidos hasta tal extremo, que los sonidos del mecanismo del reloj se me asemejaban a los producidos por una gran fábrica siderúrgica.
Ahora que recuerdo bien, algo sí estaba fuera de lo normal: las chicharras. Aquél zumbido similar al de una sierra de carpintero, no era típico a esas horas de la noche. Me desperté por enésima vez para refrescarme cuando descubrí que la claridad del día asomaba por la pequeña ventana del baño, que daba hacia la terraza posterior de la casa. Vacilé unos segundos y pensé que las molestias ocasionadas por el calor habían hecho más corta de lo normal la noche. Regresé a la cama y comprobé, no solo que el reloj marcaba horas de la madrugada, sino que mi hermano continuaba profundamente dormido, lo cual me causo una mezcla de rabia y envidia... no perdí mucho tiempo en esto, ya que al volver la vista hacia mi cama observé la profunda oscuridad de la noche que me devolvía la ventana de nuestra habitación, la cual estaba orientada hacia la calle.
Esto turbó más mi estado, cuando nuevamente volví a sentir el penetrante canto de las chicharras proveniente de la terraza.
Temí que el calor hubiera trastornado mi juicio, ya que al salir de la habitación, vi nuevamente la inconfundible luz matinal que se colaba por la ventana del baño. Más molesto que con miedo, no vacilé en dirigirme hacia la terraza y al mirar nuevamente hacia la habitación -la cual continuaba en la penumbra de la noche-, mi hermano aún dormía y las fosforescentes agujas del reloj seguían marcando altas horas de la madrugada. Mucho tiempo no tuve para dudar, ya que inmediatamente sentí ruidos provenientes de la terraza... alguien movía las reposeras de un lado a otro y podía oír también el ir y venir de mi perra, la cual parecía estar de lo más entretenida a pesar del calor. Al salir pude comprobar, efectivamente, que al menos en esa parte de la casa era de día. También encontré a la perra en compañía de un señor, que ayudaba a otro a correr las reposeras desde debajo del tejado en busca de la luz solar. Me sorprendió que la desconfiada Bruma se mostrara de lo más contenta con aquellos dos extraños y no podía explicarme que era lo que éstos hacían en mi casa.
Debí realizar algún movimiento brusco, ya que la perra (pastor alemán) me reconoció y corrió hacia mí como invitándome a participar en la actividad que se desarrollaba en esa parte de la casa en la que, a pesar de la hora, parecía estar en horas del mediodía. Esto último debió llamar la atención del señor calvo (los dos eran mayores, y a decir verdad, vestían de una forma un tanto anticuada: holgadas camisas de manga corta de seda, pantalones que parecían de lino y una especie de pantuflas, todo de colores suaves y cálidos), quien se acercó y me dijo cordialmente:

- No te asustés... soy yo... tranquilo.
Lo dijo con tal naturalidad, que evité el primer impulso de salir corriendo de allí y despertar a todo el mundo, dando vivas voces de que en la terraza del fondo había dos extraños. Dudé el hacer aquello porque su voz y su cara me resultaron de lo más familiar. Al otro señor no lograba verlo bien, seguía acomodando las reposeras aunque esto parecía una excusa para no darse vuelta y enfrentarme.

- En serio, no pasa nada, soy yo, tu abuelo Manuel. ¿Ya no te acordás de mí?
Ese nombre que dijo se correspondía con la cara que estaba viendo en el señor que tenía enfrente, a no ser por el detalle de que mi abuelo había muerto hacía ya más de quince años. Todo sucedió tan deprisa que mientras mi cerebro trataba de poner orden a todo lo que me estaba ocurriendo, el extraño... mi abuelo, se acercó más, cogió mis manos y comenzó a hacer ese gesto característico que tanto me gustaba de pequeño y que consistía en aflojar la boca y los cachetes, para luego sacudirlos de un lado a otro y deformar la parte baja de su cara hasta casi transformarla en una masa fláccida, este movimiento producía un sonido que se asemejaba a los gritos de los indios en las películas de vaqueros. Lo remató todo con una sonora risa e inmediatamente me fundí en un abrazo interminable con aquella persona que me enseñó, a la tierna edad de cinco años, lo difícil y doloroso que es perder a un ser querido.
Las lágrimas bañaban toda mi cara y sentía que él hacía denodados esfuerzos para contener las suyas, me palmeó varias veces seguidas la espalda hasta que comprendí que aquello era una señal para terminar con nuestro cariñoso saludo. Nos separamos y vi que también tenía sus ojos nublados por el llanto, no pude decirle nada, la emoción me impedía articular cualquier palabra. Agarró mi mano y me llevó hasta el centro de la terraza en donde el otro extraño, ahora sí, visiblemente nervioso, continuaba moviendo las reposeras para evitar darse la vuelta.

- Vine con alguien que quiere verte -me dijo el abuelo en voz muy baja, al ver mi desconfianza hacia el otro extraño.
Bruma nos seguía atenta y contenta, como si supiera que era testigo privilegiada de un hecho único e irrepetible.

- Benito... acá lo tenés... este es Juanjo -le dijo cuando llegamos a su lado.
Al escucharlo, el otro extraño se enderezó rápidamente y continuó de espaldas unos segundos. Al oír su nombre, miré a mi abuelo con gesto de extrañeza, él se dio cuenta y solo atinó a hacerme un guiño cómplice y llevarse el índice de su mano izquierda a los labios en señal de que guardara silencio. Benito se dio vuelta y comprobé que también tenía los ojos cubiertos de lágrimas, su cara me resultaba también conocida, ese pelo entre castaño y rojizo... ese fino bigote que coronaba su boca... todo me era familiar, aunque estaba seguro de que nunca había visto su cara en persona.
Realmente se le notaba muy nervioso, sus manos temblaban y su cuerpo dudaba en dar un paso hacia mí o no, yo lo miraba absorto y aunque estaba seguro de que no lo conocía, no le temía.

- Dale... no lo saludás... mirá que llevamos tiempo esperando este momento -le soltó el abuelo Manuel al ver sus dudas.
Se acercó lenta y dubitativamente, su proximidad me ayudó a asociar aquel rostro al de mi abuelo José Benito... efectivamente, era él. No lo conocí, ya que murió mucho antes de que yo naciera, y estaba allí, frente a mí, junto con mi otro abuelo (del cual sí disfruté su compañía) en la terraza de mi casa, a altas horas de la madrugada, bajo un sol radiante y con un cielo azul espléndido.
Me quedé absorto, no podía hacer nada por la emoción, intenté acercarme y abrazarlo cuando un rápido y simultáneo movimiento suyo nos paralizó a los dos. Hizo un amago de querer abrazarme, pero no sé por qué se contuvo e inmediatamente estiró su mano hasta rozar levemente mi mejilla empapada de lágrimas.

- No sabés las ganas que tenía de conocerte -me dijo con un hilo de voz.
Y aquello que empezó como un roce de su mano con mi cara, se transformó en una caricia de una dulzura que jamás había experimentado. Instintivamente cerré los ojos para tratar de hacer ese instante eterno y poder disfrutar así de aquel momento. No sé cuanto duro esa sincera muestra de cariño, de lo único que estoy seguro es que al despertarme la mañana siguiente, dudé si aquello era un sueño o había sido real, por el placer y la paz que me transmitieron aquella caricia.
El reloj me demostraba que había dormido hasta bien entrada la mañana, el desorden en la cama de mi hermano me decía que ya se había marchado y los ruidos provenientes de la planta baja, implicaban que mi madre estaba con las habituales tareas domésticas. Fui un zombi durante el desayuno, pasaba involuntariamente la mano por la mejilla tratando de repetir la agradable sensación de la que había sido partícipe. Dudé en contarle lo sucedido a mi madre, más por evitar que pensara que había perdido el sentido que por vergüenza.
Intenté despejar mi mente y ordenar la maraña de pensamientos que azotaban mi cabeza dando un paseo con Bruma. Ella había sido testigo de mi encuentro, y nada podía quitar de su comportamiento que hicieran creíble o no mi experiencia.
Lo único que si noté fuera de lo normal, fue que los jacarandas que bordeaban la plaza habían florecido y completaban un bellísimo cuadro de color violeta junto con el verde de los demás árboles... todo a pesar de ser mediados del verano. Lo cierto es que al regresar, le conté todo a mi madre y lo único que atinó a hacer fue abrazarme... abrazarme y llorar de emoción.
No volvimos a hablar del tema, y siempre me quedó la duda de si todo fue producto de mi imaginación o sucedió en realidad. Lo único que sé -y nadie podrá quitármelo-, fue la hermosa sensación que me invadió al recibir la caricia de mi abuelo, algo que no volví a sentir nunca más en mi vida.
Miento... experimenté algo similar cuando, casi diez años después de aquello, estaba a medio camino entre la zona de embarque del aeropuerto internacional de Ezeiza y la entrada del Boeing AR-1130 de Aerolíneas Argentinas que me llevaría a España -haciendo el camino inverso que emprendieron mis abuelos cincuenta años atrás-. En ese pasillo me toqué instintivamente la mejilla y volví a sentir el placer de esa caricia que me obsequiaron en la terraza de mi casa, a altas horas de la madrugada, bajo un sol radiante y con un cielo azul espléndido.


3 comentarios:

Sir Lothar Mambetta dijo...

La primera vez que leí este cuento me dejó embobado. Un año después, sigo esperando que se me aparezca el abuelo Manuel.
Me voy a dormir que es tarde.
Gracias por la (verdadera) magia.

Anónimo dijo...

Lei este cuento por recomendacion de Enrique, Juanjo. Hace media hora que estoy frente a este formulario sin saber que decirte, con los ojos humedos. De todos los seres queridos algunos te marcan mas que otros. Mi viejo fue mi heroe, mi amigo, mi hermano, mi padre. Y al mismo tiempo, mi gran frustracion. Pretender seguir sus pasos como ser humano me llevaria varias vidas. Su recuerdo abriga y su ausencia no dejara de doler nunca. Me llevaste a tu terraza y en tu abuelo vi a mi viejo.
Te debo una.
Un abrazo grande.
Reo

jujotorres dijo...

Lautaro, Reo, Enrique y Cristian: Gracias por sus palabras... simplemente me conforta ver que se emocionan con lo mismo que yo (melanco-pelotudo por naturaleza). La vida es un círculo perfecto, todo y todos volvemos (tarde o temprano) a nuestro orígen.
Como dice el dibujo de Castelao a raíz de la emigración que ilustra el cuento: "Deja raíces en la tierra, volverá"...
¡Y encima el galleguito posa con una camiseta de Chaca!...