¡LA SELVA ES FANTÁSTICA!

¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: la selva es un lugar maravilloso, un escenario perfecto para escribir fábulas y cuentos fantásticos. Lo tiene absolutamente todo (siempre relativamente hablando, por supuesto).
¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: un personaje puede ser observado desde cualquier ángulo, a cualquier distancia y altura (siempre tridimensionalmente hablando, por supuesto). Las posibilidades de ser acechado por cualquier amenaza (conocida o no por el hombre) desde detrás de la vegetación u observado por algún ser protector (mágico y/o nativo y/o ambos y/o no) desde la rama de un árbol, solamente son dos ejemplos de la tensión (siempre figurativamente hablando, por supuesto) que se puede generar en este ambiente.
¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: situaciones inverosímiles y criaturas de cualquier tipo (animales prehistóricos, espíritus de la selva, primates con intenciones de desarrollar el turismo en la zona, Chuck Norris, etc.) pueden ser acogidas por la espesura de la vegetación de este paraje, tanto de día como de noche. ¡Y los ruidos..!. La paleta de colores con la que podemos pintar nuestro lienzo sonoro es bastante amplia (siempre acústicamente hablando, por supuesto): de la blanca espuma de la caída de una cascada hasta el negro rugido de una pantera, pasando por las variopintas volutas de los cantos de las aves, las rojas detonaciones rectilíneas de unos disparos guerrilleros, el monocromático código Morse de ciertos insectos recelosos de su intimidad y/o/¿eh?/¡ah!/u otras fuentes de coloración sónica (siempre metafóricamente hablando, por supuesto).
¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: la temporalidad de la selva es muy versátil, permite jugar con épocas lejanas, en cualquiera de los dos sentidos: hacia allá o hacia allá (siempre linealmente hablando, por supuesto).
¿Qué no puede pasar en la selva? ¡Oh, sí!: yo diría que absolutamente casi todo puede justificarse (siempre cuentofantásticamente hablando, por supuesto). La magia puede suceder o ocurrir si situamos u ubicamos a nuestros personajes en este escenario tan generoso para con la trama.
¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: veamos un relato de Charles-Antoine Duré (con acento en la e) donde se ve claramente… algo:

El ingeniero volvía a las profundidades de la selva con la conocida misión de supervisar kilómetros y kilómetros de un inestable gasoducto y con la secreta esperanza de que un error ajeno no lo hiciera volar por los aires (algo que todo ser humano anhela, aunque no dedique el tiempo suficiente a este pensamiento). Su compañero se había quedado rezagado recolectando hojas idóneas para reemplazar al olvidado rollo de papel higiénico, que estaría descansando con su doble capa en el hotel de la capital. No era recomendable separarse en este páramo pero la velocidad de lectura de su compañero era más lenta que sus intestinos y su libro “La sabia savia y su manía de irse por las ramas” estaba sufriendo un crudo otoño editorial, deshojado sistemáticamente con cada reclamo digestivo.
El ingeniero no necesitaba mapas en esa zona (que promediando la prehistoria fue hogar del anónimo Píthyrodactilosambulario Duraderummm, un animal del cual no se han hallado restos ni menos se tiene conocimiento alguno de su lejana existencia en la Tierra; la humanidad ni siquiera puede imaginar esta especie, que se caracterizaba por tener grandes cantidades de caspa en las yemas de sus garras, que le producían picores y le provocaban un andar errático, como si estuviera bailando samba; un error muy común hubiera sido creer que tenía una vida bastante larga, por eso de “Duraderummm”, pero lo cierto era que vivía unos pocos años, aunque intensos; otro error no tan común hubiera sido creer que ése era el apellido por parte de padre; la verdad es que el origen de esta definición hubiese sido su tamaño descomunal: de punta a punta, la bestia duraba muchísimo; cabe recordar que faltarían aún unos cuantos milenios para que la primera unidad de medición de la historia viese la luz -fue la anchoa, y se usó para medir distancias, superficies, volúmenes, pesos, tiempo y nada más-).
El ingeniero y su compañero habían pasado en esta parte de la selva jornadas mucho más largas que el último texto entre paréntesis. Para ser exactos, la habían recorrido decenas de veces en los últimos tiempos. Tampoco era muy complicado guiarse, sólo había que seguir los cráteres de las explosiones de las válvulas del gasoducto, provocadas por algún último error pre mortem ajeno.
-¿Está usted bien, compañero? –gritó en voz baja.
-Todo en orden, ingeniero -llegó la voz llena de satisfacción, característica de quien tiene la cantidad necesaria de hojas idóneas para reemplazar al olvidado rollo de papel higiénico, que estaría descansando con su doble capa en el hotel de la capital-. Creo que ya tengo suficientes.
Y de repenteun ruido espectacular: ¿una explosión?

“SSSSSSSFPTUUUUUMPitP!ZCRAHZCRAHESTUMFPAPEA…” (a unos 117 decibelios, unas 0,0054 milianchoa/anchoa² de presión) seguido de un “¡Boinggggg!” más metálico y casi semi-gracioso... Luego vino el humo. No era humo normal; diría que era como de esas máquinas de humo que utilizan en las películas (de no ser esto un relato fantástico, hubiera jurado que hasta se alcanzó a ver un pie de uno de los técnicos de efectos especiales que operaban las máquinas, uno llamado Jaime).
-¿Está usted bien, compañero? –gritó en voz baja.

-Todo en orden, ingeniero -llegó la voz llena de satisfacción, característica de quien tiene en su poder todo el papel higiénico que necesita, descansando con su doble capa en la mochila que lleva en la espalda-, aunque creo que me olvidé el libro de la savia en el hotel
La piel del ingeniero se erizó (salvo en los codos, las rodillas y otras zonas puntuales) cuando se dio cuenta de que estaba al borde de un cráter nuevo, que comenzaba justo en la punta de sus pies, que no era excesivamente profundo pero que, indudablemente, no existía antes de la última vez que pestañease. (Es posible que los saltos en el espacio-tiempo del plano que percibimos como Realidad sean ideales para los relatos fantásticos, pero experimentar uno en carne propia es espeluznante, aunque el desfase sea de unas pocas anchoas…).
-¿Y eso? (¿qué?) ¿eso es lo que creo que…?
A esta altura, los poros de los antebrazos del ingeniero hubieran servido para rallar queso parmesano. Su compañero apareció a su lado y preguntó algo similar a lo que hubiera preguntado el 96% de los encuestados a los que les hubieran preguntado qué hubieran preguntado en una situación similar.
-¿Es un buzón?
: eso era obvio, pero la información no era completa. Porque eso que estaba viendo el ingeniero, en medio de un cráter humeante, en medio de la selva, en medio de una consternación pasmosa, era el buzón de la entrada de su casa natal… la que habían tenido que abandonar él y su familia hacía treinta y ocho años para dejarle paso al progreso en forma de una autopista que, por cambios de prioridades de los gobiernos, nunca se construyó.
-Es un buzón, compañero –dijo, treinta y ocho años más acá.
Desde la espesura del humo, se escuchó un “dinggg” y, descendiendo por el cráter con más convicción que talento, el mismo cartero que había traído las cartas de desalojo, en la misma bicicleta y con el mismo aspecto de aquel entonces, fue directo al buzón. Sin bajar de la bicicleta, alzó la vista hacia el borde del cráter, donde vio, al lado de un compañero, al mismo niño que siempre jugaba en la puerta de la casa de los días contados.
-¿Qué tal, ingeniero? – (esta vez, el cartero sonreía).
La mano derecha del ingeniero, lentamente, se levantó sola para devolver el saludo sin necesidad de esperar una orden del pobre cerebro, que ya tendría demasiado. El cartero metió la mano en sus “alforjas” (así le gustaba llamarlas al niño que jugaba en la puerta) y, rápidamente, como si fuese lo único que tenía adentro, sacó un sobre.
-Ésta es la última –metió el sobre en el buzón-. También para mí. Adiós, ingeniero.
Con más esfuerzo que convicción, el cartero logró salir del cráter y perderse entre la densidad del humo con un toque de su campanilla (el compañero hubiera jurado que, seguido del “dinggg, sintió el ruido característico de una bicicleta estrellándose contra un árbol y un quejido seco).
La independencia de la mano del ingeniero seguía establecida y ésta decidió volver a la posición de descanso.
-¡Vamos, ingeniero! –el compañero lo agarró del brazo, lo hizo bajar por la pendiente del cráter y lo llevó hasta el buzón. En el cerebro del ingeniero sólo sonaba “La Lambada”.
Su compañero no aguantó más y, ante la pasividad del ingeniero, abrió el buzón, cortó el borde del sobre y sacó la carta que comenzó a leer en voz alta.
-“Estimado Ingeniero… mmm… en cumplimiento de nuestro deber… mmm mmm mmm… porque una deuda moral es aún más importante que… mmm mmm mmm… a pesar del tiempo transcurrido… mmm mmm mmm… triste desalojo de la casa natal… mmm mmm mmm… esta nueva administración se complace en hacerle llegar… mmm mmm mmm… en carácter de retribución… mmm mmm mmm… y sabiendo que hay cosas que no se pueden recuperar… mmm mmm mmm… el cheque que se adjunta… mmm mmm mmm… aunque el valor sentimental… mmm mmm mmm… saludamos atentamente…”.
El ingeniero parecía no oír. Miraba la densidad del humo, el cráter, el buzón
“¡Cheque!”. Su compañero rebuscó en el sobre y extrajo el cheque que mencionaba la carta.
-¡Dos millones, ingeniero!… ¡Dos millones de… -su voz se fue desvaneciendo. Su cara fue muy difícil de describir.
-¿Dos millones?… ¿Dos millones de qué? –reaccionó el ingeniero.
-… de anchoas, ingeniero. De anchoas.

¡Oh, sí, estoy de acuerdo!: éste es un final realmente decepcionante (siempre expectativamente hablando, por supuesto).


6 comentarios:

Sir Lothar Mambetta dijo...

De algún lado me suena este relato...

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS! (por todo)

Estoy a sus pies (haga el favor de lavárselos de vez en cuando).

Un abrazo gigante.

Canoso dijo...

Excelente relato!
Uno de los mejores cuentos que leí (bloggermente hablando).

Briks dijo...

comentar aqui... cuando no lo hice en el lugar donde originalmente se publicó, me resulta extraño (cuando no oportunista, miserable y maloliente)
sin embargo me justifico a mi mismo pensándome como el cartero que trae esa debida reparación histórica

sea este comentario el buzón atemporal donde depositaré mis elogios por tan buen relato.
Qué digo bueno ?
EXCELENTE !

un relato 5 anchoas !!!

jujotorres dijo...

Si, relatodentrodeotroblogmente hablando... el mejor.
Personalmente sigo prefiriendo el del ángel caído, aunque no puede ser imparcial con Mambetta, ya que me gusta todo lo que hace...
Bueno, salvo cuando se pone el tanga de cuero y se convierte en su alter-ego Josmar...

Viejex dijo...

En la publicación original había dicho que no lo había entendido, que quizás no había fumado suficientes anchoas y Sir Lothar me respondió que quizás había fumado demasiadas (siempre yerboanchoilmente hablando, por supuesto)

Hoy puedo decir que he dejado las anchoas y que por más que lo intento, no recuerdo dónde. ¡Maldita sea!

¿Donde encuentro al ingeniero para comprarle algunas?

Sir Lothar Mambetta dijo...

No alcanzan las anchoas para agradecer sus palabras.

Cuatro abrazos gigantes y copas de vino en alto a la salud de ustedes, amigazos.