ODA A UN FRACASADO

“ANDÁ A LA ESQUINA A VER SI LLUEVE” (JujoTorres) © 2009
El tráfico estaba insoportable en la capital de España, como casi siempre. Joaquín no se encuentra a gusto, se siente raro, nervioso. El clima igual, el cielo muestra un gris plomizo y el bochorno imperante vaticina un aguacero inminente. Siente miedo… y en teoría no tiene por qué. Llega temprano a casa, sin avisar. Y esto que tendría que ser motivo de alegría es la causa de su malestar. Como buen sudamericano, su desconfianza y su pesimismo innato lo torturaron toda la vida, desde los tiernos días de su infancia en la inmensa Buenos Aires. A Madriz se trajo un trozo de aquello, junto con el mate amargo de cada mañana y la música.

“A cada paso sientes otro deja vú.”

Canta Cerati desde los altavoces del coche ¡Qué boludo éste concheto de mierda!, siempre el mismo pop pelotudo. Él prefiere Los Redondos, Divididos o una vieja vergüenza que aún continúa escuchando a escondidas: el Paz Martínez… y es que nadie está más acorde con la definición que él se da a sí mismo: un melancopelotudo.

“Similitudes que soñás.”

-¡La recalada concha de tu madre! –golpea con violencia el aparato de sonido y lo apaga.
En realidad Cerati (y Soda) le gustan, pero la letra que canta en su nuevo disco le trae fantasmas a la cabeza, viejos recuerdos y vivencias que no quiere rememorar y ahora, que llega a casa temprano y sin avisar, le vuelven como un deja vú. Y le hacen sentir frío, en forma de gotas de sudor que bajan desde la rechoncha nuca por toda la línea de la columna para terminar el viaje en el valle en donde la espalda pierde su nombre.
Jaqueline seguro se alegrará. No lo espera pero seguro que se alegrará de ver antes de tiempo a su “torroncito de azúcar”. Negra de mierda, me llama así para no decirme gordo bolsa de pedos -maldice entre dientes, preso de una repentina bronca que le llega desde los mismísimos jugos gástricos y sin saber muy bien por qué.
Para la muy hija de puta los años no pasan, es más, está cada vez más buena. Como buena cubana, la gravedad no hace mella en su monumental culo ni en sus perfectas y precisas tetas. Sus labios carnosos invitan al vicio y esa boca llena de dientes blancos pueden ser la llave del mismísimo averno.

A él sí que se le notan los achaques de la edad, aunque hoy en día a los cuarenta son todos unos pibes, Joaquín optó por llevarlos a la antigua usanza. La barriga se instaló encima de su fláccido miembro hace ya cinco años y parece que está cómoda, sin la menor intención de abandonar el terreno conquistado a fuerza de cervecitas y vermucitos. Como buen macho retrógrada, se resiste a todas esas mariconadas de depilarse, de gimnasio y de comida sana ¡Qué tanta pelotudez, la negra me quiso convencer con unas milanesas de soja que era los mismo que comer las plantillas de los Callahan rebozadas! -se justifica como un troglodita. No señor, la edad llega y hay que asumirla como venga -se repite y auto-indulta su falta total de cuidado personal.

Pero Jaqueline está buenísima, tiene sangre caribeña, pasa mucho tiempo sola y encima… encima el lleva el estigma de hombre del tiempo. Por suerte, al golpear el Pionner del coche, no llegó a escuchar como seguía la canción:

“Vuelve la misma sensación, esta canción ya se escribió.”

¿Qué mierda tiene que ver mi pasado con que llegue temprano a casa? -se miente mentalmente, ahora sí bañado en un sudor nervioso. Si ya olvidó aquello, no gracias a sicoanalistas ni nada de eso, simplemente escondiendo la mierda bajo la alfombra… bah!, haciéndose el perro boludo, como decían en el barrio. Encima ahora también se acuerda de Peregrino, ese viejo de mierda que era su abuelo, la única figura algo parecida a un padre (del verdadero, el que puso la semillita, nunca tuvo idea quién era):

“Las mujeres son como las chapas, si no las clavás bien, se vuelan”.

Filosofía barata y zapatos de goma, pensó.
Ahora se venía a acordar de su madre. La vieja… toda dulzura… todo amor… y no sólo con él, sino con medio barrio y alrededores. Nunca más habló con nadie del tema. De su pelotuda inocencia cuando la creía perteneciente a una troupe como “Holliday on ice” o algo parecido. Y todo porque un hijo de puta de su misma edad (si es que los pibes nacen con la maldad dentro) andaba comentando que su querida y adorada vieja se dedicaba “a patinar”.
Y todo iba bien hasta que un día faltó la señorita Minerva (la profesora de “Actividades prácticas”) y lo mandaron más temprano a casa. Al abrir la puerta, del dormitorio de la madre salió escopetado don Samuel, el carnicero de la esquina, todo sudado, en camiseta, con calzoncillos, medias de vestir y un faso apagado que hacía equilibrio para no caerse de sus labios. Lo atajó ni bien puso un pie en el felpudo de la entrada, buscó unas monedas en el pantalón que tenía colgado en el perchero (que estaba detrás de la puerta) y le dijo:

-Pibe, tomá… y andá a la esquina a ver si llueve.

Y así lo hizo. Inmediatamente comprendió a sus escasos nueve años y sin que nadie se lo explicara, que debía hacer tiempo. Luego, no recuerda si el mismo día o poco después, la madre (con los restos de dignidad que aún conservaba) le propuso un juego. Consistía en que si llegaba a casa antes de hora y veía un pantalón colgado en la percha de la entrada, tenía que “ser el hombre del tiempo”. O sea, hacer tiempo… yendo a la esquina a ver si llovía o comprarse un paquete de caramelos “Punch” y no ROMPER LAS PELOTAS DURANTE UN RATO (esto no se lo dijo nunca su linda y tierna madre, sino que lo traía él a colación entre la bilis que mascaba de camino a casa, treinta años después y a casi doce mil kilómetros de distancia).
Pensó que el corazón le saldría del pecho al no poder entrar el coche en el garaje del acomodado adosado del extrarradio de Madriz, y todo porque la Vito del jardinero ocupaba la rampa de acceso. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el volante y maldijo por no contar con el kiosco de los Kodre cerca para ir a comprar unos “Fizz” o aunque sea unos “Media hora”… para pasar mejor el mal rato que sabía vendría.
Entró haciendo todo el ruido posible, para que lo escucharan y no necesitara anunciarse. En el fondo quería que nada pasara… el día estaba gris y ya tenía pelos en las bolas como para que lo trataran como a un gil, no quería ver con sus propios ojos lo que ya sabía sucedía en su casa. Jaqueline bajó como un rayo las escaleras que daban a la planta alta, donde estaban las habitaciones. Vestía un camisón de seda, estaba en tanga y descalza. Se le notaba en el pelo enmotado y en los coloretes de la mejilla el sudor propio y el ajeno. Por lo menos no intentó disimular y se quedó pasmada al descubrir a su marido en casa casi dos horas antes que lo habitual.
Joaquín sudaba a mares, esbozó una sonrisa que ella repitió nerviosa a modo de saludo. Ambos se sobresaltaron por los ladridos del perro (que estaba atado) y por el golpe seco que sonó en el jardín de atrás, como si alguien hubiera saltado desde alguna ventana de los dormitorios. Su resignación fue antológica y digna de lástima. Se dio media vuelta y le dijo a su todavía agitada mujer:

-Tranquila, voy a la esquina a ver si llueve

El silencio que recibió por respuesta lo dejó un poco en paz consigo mismo. Tranquilidad espiritual quebrantada rápidamente por el jardinero que, subido a su furgoneta y con el torso desnudo (y sudado), daba bocinazos como si se encontrara en un atasco de la M-30, exigiendo que quitara el coche y lo dejara salir de una puta vez.
Algo que Joaquín hizo al instante, pidiendo amable y caballerosamente disculpas por su torpeza.

1 comentario:

Sir Lothar Mambetta dijo...

Buenísimo. Combina la amargura de los "media hora" y la efervescencia de los “fizz”.