VIOLINEANDO

“LA MUJER DE AL LADO” (Ignacio Bajter) © 2007

Dolly Muhr, de profesión violinista, pertenece a un linaje de heroínas literarias: como Felice Bauer, un breve amor de Kafka, Sofía Tolstoi -cuyas diligencias textuales eran detalladamente conocidas por Onetti- o la joven Anna Griegorievna Shitkine que enamoró a Dostoievski. Desde el casamiento en 1955 hasta la muerte del escritor en 1994, ensayó la figura de la mujer-mecanógrafa, la compañía perfecta para quien escribía -con lápices y bolígrafos- en papeles extraviados en la noche. Como paciente e íntima copista podría anexarse a los pasajes que Ricardo Piglia dedicara a las "representaciones extremas de lector" en su ensayo El último lector.

Al margen de la devoción literaria y del orden de las hojas escritas que podrían haber acabado en una papelera (como las dos versiones de El pozo y los capítulos de La vida breve y Los adioses, entre otras obras), Dolly es la música y la perpetua complicidad, los pasos sobre la arena de la playa, la búsqueda de novelas policiales en una feria, el silencio para no quebrar a un hombre frágil, las notas de un violín que guarecía la vida y la ficción. Su nombre, lleno de gestos felices, tiende a anular algunas imágenes falsas que rodearon la figura del escritor.

Existen episodios absurdos del destino de los manuscritos originales en manos de naturales herederos o testamentarios literarios. El archivo de Onetti -compuesto de manuscritos y primeras versiones mecanografiadas, cartas y fotografías- pudo haber acabado como acervo de bibliotecas extranjeras al precio de una genuina mercancía. Pero siendo Dolly su celadora, un sello de fidelidad, ese no iba a ser el caso. La melancolía vuelve a casa: a fines de mayo llegó el archivo a Montevideo para donarlo a la Biblioteca Nacional. El viaje fue la ocasión de una entrevista en busca de su memoria y su sensibilidad.

-Quisiera que hablara de su violín...

-¡¿De mi violín?! (Desconcertadísima).

-Bueno, formulado así parece un camino incorrecto. Lo que busco es que evoque aquellas escenas, que son parte de la creación literaria, de las que se dice que mientras usted estaba en una habitación perdidamente "violineando" Onetti escribía en la otra.

-Oh, sí. Nosotros le decíamos "la contigua" a esa habitación donde yo estudiaba. A Juan le gustaba que tuviera otra vocación distinta a la de él. Suponía que de ese modo los matrimonios funcionaban mejor. Una teoría, ¿no? Él me hacía varias bromas a propósito de mi esfuerzo violinístico. Decía: "¿para qué tanto estudiar? Yo te compro un disco que tenga aplausos y bravos, y vos saludás al público y ya está, ¿para qué querés estudiar tanto?" (risas alegrísimas). Ese tipo de ironía nos hacía reír mucho. Juan siempre me apoyó, siempre. Cuando tenía concursos de orquesta me prendía una vela: decía que solamente un milagro podría salvarme.

-Onetti no asistía a ningún concierto. Se reservaba el violín para la intimidad.
-Sólo fue al Teatro Colón de Buenos Aires a escuchar “Tristán e Isolda”. No quería entrar, fue extraño, me preguntaba algo decepcionado si aquella mujer gorda sobre el escenario era la joven Isolda. Luego la música lo atrajo; lo captó de tal forma que salió impresionadísimo.
-¿Qué puede agregar sobre la música en la vida compartida con Onetti? Se dice que una vez él le quitó la libreta de apuntes a una entrevistadora y le dijo que si quería comprender su obra que escuchase tango.

-(Risas) Para Juan el tango era Gardel, clavado. Lo oía en audiciones de radio. También le gustaba el jazz: Charlie Parker, foto pinchada en la pared.

-Quizá recuerde a Onetti leyendo "El perseguidor" en una versión inédita y mecanografiada en París por Julio Cortázar sólo para Juan Carlos Onetti…

-¡¿Mecanografiada en París?! ¡No! ¡Juan lo leyó en libro! Tenía Las armas secretas. Ahora dudo… ¿De dónde sacaste esa idea tan rara?

-No lo sé. Parecía posible… Como sea, algo sucedió con aquella lectura.

-Sí. Esta vez fue Cortázar quien quedó impresionadísimo por la reacción de Juan, ya sabés, es muy conocida… Era su dolor porque estaba separado de su hija y el cuento trata de la niña Bee y lo quebrado que se siente su padre por ella… la niña muere… Juan se vio alterado por la historia. Luego de leerla rompió el espejo del botiquín y después escribió algo sobre el cartón. Siempre tuvo la cicatriz en los nudillos. Años después, en París, se lo contó personalmente a Cortázar. Le respondió que eso lo halagaba muchísimo: era la reacción más fuerte que había tenido un lector frente a un cuento suyo.

-Vayamos entonces a manuscritos y máquinas de escribir no imaginarias. ¿Cómo se sentía pasando a máquina la letra de Onetti?

-Era un trabajo maravilloso. Yo estaba feliz de que él estuviera escribiendo. Cuando me daba material para pasar era fantástico. Mecanografié todo “El astillero” mientras trabajaba en Electrolux (¡con permiso del jefe!). Yo conocía bien su letra. Juan escribía a cualquier hora, tomaba vino y a veces barbitúricos porque no dormía, entonces sucedía en muchos casos que la letra iba para arriba y para abajo… Pero generalmente es hermosa, sobre todo cuando escribía de día.



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